miércoles, 21 de noviembre de 2012

MUÑECA




Yo, ya estaba entrado en años como dicen las señoras, y casi no salía de mi departamento que quedaba junto al cerro, los árboles, los perros y los pájaros que me despertaban muy temprano por la mañana. Era primavera cuando inicié el romance más particular de mi vida. Era un hombre muy solo para ese entonces; mis hijos tenían sus vidas y mis ex esposas sus propias familias. No era de muchas visitas y en mi condición de retirado solía pasar el tiempo sentado frente a mi notebook contando pasajes de mi vida camuflados de novela. En eso estaba cuando me fui a la cama muy de madrugada (es muy cierto esto de mientras más viejo menos duermes. Si entendemos el sueño como un espacio reparador, a estos años no hay mucho que reparar); era una noche particularmente calurosa, estábamos muy cerca del periodo estival que se anunciaba con altas temperaturas. Dejé el ventanal del dormitorio abierto de par en par y me entregué a mis sueños que solían contarme más historias. No había sonado el despertador que generalmente chicharreaba sobre mi velador a eso de las siete de la mañana, cuando de pronto el trinar de las aves se había trasladado al interior de mi cabeza. Medio abrí los ojos y para mi sorpresa una bella pajarita multicolor cantaba parada al borde del respaldo de mi cama; me moví sigilosamente para ubicarme en una posición que me permitiera una mejor visión de aquel hermoso espectáculo que en su despedida me regalaba la primavera, un segundo más torciendo el cuello y de seguro me venía una tortícolis de esas, a estos años los músculos están un poquito flojos. Ella no se inmutó y siguió cantando, parecía no tener miedo. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero las sombras habían avanzado rápidamente en la habitación para cuando volví a la realidad. Me levanté de la cama lo más rápido que pude para ver si así ella alzaba el vuelo, pero no, permaneció allí como observando cada uno de mis movimientos. Salí del dormitorio y me fui a la cocina a preparar un té cuando tomé conciencia de la hora: ya era mediodía. Había pasado tumbado en la cama, maravillado con la pajarita y con su canto casi cinco horas de mi ya escaso tiempo. 



Dispuse de las cosas que tenía que hacer aquel día; entré al baño con la mente en orden y una hora después estaba inmerso en la ciudad, bulliciosa, con menos smog en esta época del año, atiborrada de gente y de autos que transitaban a mi alrededor a una velocidad inalcanzable. Regresé casi al anochecer; pajarita ya no estaba en mi habitación, la ventana continuaba abierta de par en par, recordé con emoción aquel regalo matutino de la naturaleza. Me senté en el comedor y encendí mi computador y comencé a reconectarme con los personajes de una historia que se contaba sola cada día al anochecer. Giré la cabeza velozmente en dirección a mi habitación, el sonido de un aleteo llamó mi atención, pero estaba ya en sintonía con la escritura por lo que no quise levantarme. Casi no me sorprendió cuando al cabo de un rato, Pajarita se posó sobre mi hombro como investigando sobre qué escribía tan afanosamente; me imaginé a un pirata con su loro y sonreí; ya no estaría solo, por lo menos por un tiempo. La ventana no volvió a cerrarse ni siquiera en las noches más frías del otoño, ni siquiera cuando nos golpeó el invierno. Recuerdo que me era grato acostarme abrigado hasta la punta de la nariz y sentir esa brisa helada en mis mejillas, tenía la sensación que la sangre se agitaba en mi cuerpo provocando un inmenso placer. Mis hijas, que venían de cuando en cuando, lo primero que preguntaban era por “Pajarita”, la bauticé definitivamente así, aunque no sabía reconocer el sexo en las aves. Una nueva primavera se acercaba y allí continuaba mi compañera cantando y escudriñando cada anochecer, parada sobre mi hombro, lo que yo escribía en el computador; (pienso en ello y apoyo mis brazos en la mesa pensando en que la extraño y que me encantaría que estuviese leyendo estas letras; siempre creí que ella leía, que sabía las historias que yo escribía; no sé si habrá sido así, pero yo lo creía). Con sorpresa una mañana despierto y en el rincón, junto a la ventana, Pajarita trabajaba afanada con un montón de ramas y hojas que había estado trasladando desde antes de despuntar el alba. Me resultaba incómodo rodear la cama por lo que tuve que cambiar mis hábitos y acostarme ahora en el lado derecho, todo para no entorpecer el trabajo de Pajarita. Muy pronto acabó su obra: un nido. No imaginé que ello era indicios de nuevas aventuras. Pajarita pasaba todo el tiempo en el nido. Una mañana en que ella había salido a alimentarse con una sabrosa lombriz, me acerqué al nido y me emocioné al ver esos dos pequeños huevecitos: ¡Pajarita sería mamá! Son bulliciosos estos pajaritos. Una mañana me despertó un alboroto en el nido, Pajarita estaba desechando un huevo del nido, uno que no prosperó, mientras desde el interior se escuchaba un tímido piar. Desde aquel día, cada mañana muy temprano, Pajarita dejaba el nido en busca de comida que traía a su bebé. Incansables jornadas de un viaje tras otro; tenía la sensación que Pajarita, desesperada, iba y volvía para callar a “Muñeca” como la bauticé. Podría haber sido Muñeco, pero prefiero las hembras. Así se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta que una mañana Pajarita no regresó. 



Estuve muchas horas parado junto a la ventana, esperando que volviera, hasta que el constante reclamo de Muñeca me obligó a tomar una decisión: iría a comprar gusanos y yo la alimentaría. Al principio se los daba cortaditos, pero a no mucho andar ya se los tragaba enteros. Pasé muchos días parado junto a esa ventana, con la ilusión de verla regresar, pero Pajarita jamás volvió. Muñeca era como un perrito, caminaba detrás mio todo el día, a lo más solía saltar a mis rodillas, yo quería verla revolotear por el departamento en vuelo cortos, pero Muñeca no sabía volar y no tenía quien le enseñara. Esto me confundió. El gran pánico de mi vida era a las alturas. El vértigo me había jugado malas bromas en mi vida desde muy niño. No me imaginaba subiendo hasta la azotea de mi edificio para tratar de enseñar a Muñeca a volar, tampoco sabía si esto serviría. Casi no dormía pensando en ello. Me sentía responsable y debía cambiar el curso de acción. Esa noche soñé que volaba y que era mi deber aprender, como si para salir de esta vida debía hacerlo volando. Fue un sueño extraño aquel, pero al día siguiente llamé a un amigo piloto y le pedí que me orientara, quería aprender a volar, pero no en avión, cosa que siempre temí, quería aprender a volar en Alas Delta, lo más parecido a un pájaro: tenía a una “hija” que educar para que emprendiera el vuelo y seguir así con su vida, no podía atarla a un departamento y a mi vida. Comencé el entrenamiento en los cerros de Huechuraba. Debo reconocer que las primeras lecciones fueron horrorosas, llenas de pánico, hasta que me enamoré del viento y de la libertad. Saltar al vacío era cada vez más placentero. Comencé a llevar a Muñeca conmigo. Ella, al principio se escondía en mi cuello, cerca de mi casco. Poco a poco comenzó a sentir el viento en sus alas. No fue de inmediato, pero al cabo de unos día vi cómo se deslizaba de mi hombro hasta los brazos, dejando que el viento le abriera libremente sus alas, creo que ese fue el momento en que la sintió y jamás la dejaría ir: la libertad. Fue cuestión de horas para que se lanzara al vacío y se remontara por los aires como una hermosa ave, una maravillosa ave que fue y volvió un par de veces sobre mi hasta que desapareció. ¡Lo había conseguido! Nuevamente había enseñado a un hijo a “volar”, pero lo más extraordinario de todo es que esta vez ella me lo había enseñado a mí. 



Nunca más volví a los cerros de Huechuraba; nunca más volví a salir del departamento, creo que el esfuerzo de aprender a volar a mi edad había terminado con la última energía de mis huesos. No sé cuánto tiempo pasó, pero sentí que fue eterno. Mucho de aquel tiempo lo pasé en la ventana, esperando por si Muñeca alguna vez volvía. Estaba cansado. Esa noche volví a soñar que volaba. En la mañana sentí un canto, como el de Muñeca, sobre el respaldo de mi cama; giré mi cuello como pude y allí estaba, no era Muñeca pero de seguro era una de sus descendientes, lo supe por esa particular pluma manchada que tenía Pajarita y también Muñeca, pero en distintas zonas de su cuerpo. Ésta la tenía en el ala, la podía ver bien, sabía que no lo estaba imaginando; mis ojos se cerraban, estaba muy cansado y a los pocos segundos entró otra ave y luego otra, ahora habían tres, todas con la pluma manchada. Comencé a preguntarme cómo habrán sabido que ese departamento fue de sus parientes, estaba en eso cuando comienzan a cantar, bellamente, celestialmente, y yo comencé a cerrar mis ojos, esta vez lo hice con mucha confianza, Muñeca me había enseñado a volar. Cerré los ojos por última vez y volé.


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