Yo, ya estaba entrado en
años como dicen las señoras, y casi no salía de mi departamento
que quedaba junto al cerro, los árboles, los perros y los pájaros
que me despertaban muy temprano por la mañana. Era primavera cuando
inicié el romance más particular de mi vida. Era un hombre muy solo
para ese entonces; mis hijos tenían sus vidas y mis ex esposas sus
propias familias. No era de muchas visitas y en mi condición de
retirado solía pasar el tiempo sentado frente a mi notebook contando
pasajes de mi vida camuflados de novela. En eso estaba cuando me fui
a la cama muy de madrugada (es muy cierto esto de mientras más viejo
menos duermes. Si entendemos el sueño como un espacio reparador, a
estos años no hay mucho que reparar); era una noche particularmente
calurosa, estábamos muy cerca del periodo estival que se anunciaba
con altas temperaturas. Dejé el ventanal del dormitorio abierto de
par en par y me entregué a mis sueños que solían contarme más
historias. No había sonado el despertador que generalmente
chicharreaba sobre mi velador a eso de las siete de la mañana,
cuando de pronto el trinar de las aves se había trasladado al
interior de mi cabeza. Medio abrí los ojos y para mi sorpresa una
bella pajarita multicolor cantaba parada al borde del respaldo de mi
cama; me moví sigilosamente para ubicarme en una posición que me
permitiera una mejor visión de aquel hermoso espectáculo que en su
despedida me regalaba la primavera, un segundo más torciendo el
cuello y de seguro me venía una tortícolis de esas, a estos años
los músculos están un poquito flojos. Ella no se inmutó y siguió
cantando, parecía no tener miedo. No sé cuánto tiempo transcurrió,
pero las sombras habían avanzado rápidamente en la habitación para
cuando volví a la realidad. Me levanté de la cama lo más rápido
que pude para ver si así ella alzaba el vuelo, pero no, permaneció
allí como observando cada uno de mis movimientos. Salí del
dormitorio y me fui a la cocina a preparar un té cuando tomé
conciencia de la hora: ya era mediodía. Había pasado tumbado en la
cama, maravillado con la pajarita y con su canto casi cinco horas de
mi ya escaso tiempo.
Dispuse de las cosas que tenía que hacer aquel
día; entré al baño con la mente en orden y una hora después
estaba inmerso en la ciudad, bulliciosa, con menos smog en esta época
del año, atiborrada de gente y de autos que transitaban a mi
alrededor a una velocidad inalcanzable. Regresé casi al anochecer;
pajarita ya no estaba en mi habitación, la ventana continuaba
abierta de par en par, recordé con emoción aquel regalo matutino de
la naturaleza. Me senté en el comedor y encendí mi computador y
comencé a reconectarme con los personajes de una historia que se
contaba sola cada día al anochecer. Giré la cabeza velozmente en
dirección a mi habitación, el sonido de un aleteo llamó mi
atención, pero estaba ya en sintonía con la escritura por lo que no
quise levantarme. Casi no me sorprendió cuando al cabo de un rato,
Pajarita se posó sobre mi hombro como investigando sobre qué
escribía tan afanosamente; me imaginé a un pirata con su loro y
sonreí; ya no estaría solo, por lo menos por un tiempo. La ventana
no volvió a cerrarse ni siquiera en las noches más frías del
otoño, ni siquiera cuando nos golpeó el invierno. Recuerdo que me
era grato acostarme abrigado hasta la punta de la nariz y sentir esa
brisa helada en mis mejillas, tenía la sensación que la sangre se
agitaba en mi cuerpo provocando un inmenso placer. Mis hijas, que
venían de cuando en cuando, lo primero que preguntaban era por
“Pajarita”, la bauticé definitivamente así, aunque no sabía
reconocer el sexo en las aves. Una nueva primavera se acercaba y
allí continuaba mi compañera cantando y escudriñando cada
anochecer, parada sobre mi hombro, lo que yo escribía en el
computador; (pienso en ello y apoyo mis brazos en la mesa pensando en
que la extraño y que me encantaría que estuviese leyendo estas
letras; siempre creí que ella leía, que sabía las historias que yo
escribía; no sé si habrá sido así, pero yo lo creía). Con
sorpresa una mañana despierto y en el rincón, junto a la ventana,
Pajarita trabajaba afanada con un montón de ramas y hojas que había
estado trasladando desde antes de despuntar el alba. Me resultaba
incómodo rodear la cama por lo que tuve que cambiar mis hábitos y
acostarme ahora en el lado derecho, todo para no entorpecer el
trabajo de Pajarita. Muy pronto acabó su obra: un nido. No imaginé
que ello era indicios de nuevas aventuras. Pajarita pasaba todo el
tiempo en el nido. Una mañana en que ella había salido a
alimentarse con una sabrosa lombriz, me acerqué al nido y me
emocioné al ver esos dos pequeños huevecitos: ¡Pajarita sería
mamá! Son bulliciosos estos pajaritos. Una mañana me despertó un
alboroto en el nido, Pajarita estaba desechando un huevo del nido,
uno que no prosperó, mientras desde el interior se escuchaba un
tímido piar. Desde aquel día, cada mañana muy temprano, Pajarita
dejaba el nido en busca de comida que traía a su bebé. Incansables
jornadas de un viaje tras otro; tenía la sensación que Pajarita,
desesperada, iba y volvía para callar a “Muñeca” como la
bauticé. Podría haber sido Muñeco, pero prefiero las hembras. Así
se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta que una mañana Pajarita
no regresó.
Estuve muchas horas parado junto a la ventana, esperando
que volviera, hasta que el constante reclamo de Muñeca me obligó a
tomar una decisión: iría a comprar gusanos y yo la alimentaría.
Al principio se los daba cortaditos, pero a no mucho andar ya se los
tragaba enteros. Pasé muchos días parado junto a esa ventana, con
la ilusión de verla regresar, pero Pajarita jamás volvió. Muñeca
era como un perrito, caminaba detrás mio todo el día, a lo más
solía saltar a mis rodillas, yo quería verla revolotear por el
departamento en vuelo cortos, pero Muñeca no sabía volar y no tenía
quien le enseñara. Esto me confundió. El gran pánico de mi vida
era a las alturas. El vértigo me había jugado malas bromas en mi
vida desde muy niño. No me imaginaba subiendo hasta la azotea de mi
edificio para tratar de enseñar a Muñeca a volar, tampoco sabía si
esto serviría. Casi no dormía pensando en ello. Me sentía
responsable y debía cambiar el curso de acción. Esa noche soñé
que volaba y que era mi deber aprender, como si para salir de esta
vida debía hacerlo volando. Fue un sueño extraño aquel, pero al
día siguiente llamé a un amigo piloto y le pedí que me orientara,
quería aprender a volar, pero no en avión, cosa que siempre temí,
quería aprender a volar en Alas Delta, lo más parecido a un pájaro:
tenía a una “hija” que educar para que emprendiera el vuelo y
seguir así con su vida, no podía atarla a un departamento y a mi
vida. Comencé el entrenamiento en los cerros de Huechuraba. Debo
reconocer que las primeras lecciones fueron horrorosas, llenas de
pánico, hasta que me enamoré del viento y de la libertad. Saltar al
vacío era cada vez más placentero. Comencé a llevar a Muñeca
conmigo. Ella, al principio se escondía en mi cuello, cerca de mi
casco. Poco a poco comenzó a sentir el viento en sus alas. No fue de
inmediato, pero al cabo de unos día vi cómo se deslizaba de mi
hombro hasta los brazos, dejando que el viento le abriera libremente
sus alas, creo que ese fue el momento en que la sintió y jamás la
dejaría ir: la libertad. Fue cuestión de horas para que se lanzara
al vacío y se remontara por los aires como una hermosa ave, una
maravillosa ave que fue y volvió un par de veces sobre mi hasta que
desapareció. ¡Lo había conseguido! Nuevamente había enseñado a
un hijo a “volar”, pero lo más extraordinario de todo es que
esta vez ella me lo había enseñado a mí.
Nunca más volví a los
cerros de Huechuraba; nunca más volví a salir del departamento,
creo que el esfuerzo de aprender a volar a mi edad había terminado
con la última energía de mis huesos. No sé cuánto tiempo pasó,
pero sentí que fue eterno. Mucho de aquel tiempo lo pasé en la
ventana, esperando por si Muñeca alguna vez volvía. Estaba cansado.
Esa noche volví a soñar que volaba. En la mañana sentí un canto,
como el de Muñeca, sobre el respaldo de mi cama; giré mi cuello
como pude y allí estaba, no era Muñeca pero de seguro era una de
sus descendientes, lo supe por esa particular pluma manchada que
tenía Pajarita y también Muñeca, pero en distintas zonas de su
cuerpo. Ésta la tenía en el ala, la podía ver bien, sabía que no
lo estaba imaginando; mis ojos se cerraban, estaba muy cansado y a
los pocos segundos entró otra ave y luego otra, ahora habían tres,
todas con la pluma manchada. Comencé a preguntarme cómo habrán
sabido que ese departamento fue de sus parientes, estaba en eso
cuando comienzan a cantar, bellamente, celestialmente, y yo comencé
a cerrar mis ojos, esta vez lo hice con mucha confianza, Muñeca me
había enseñado a volar. Cerré los ojos por última vez y volé.
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