El pueblo, todos familiares, de solo dos ramas desde donde se habían desprendido varios ramales, vieron cómo año tras año, la cocinera se sentía más agotada, más cansada, Cada vez le era más difícil conseguir los alimentos, tanto así que no era capaz de arrastrar sus pies para ir en su búsqueda; una que otra vecina de aquel pueblo de “favor” le traían algunos víveres que ella prepararía con el amor de siempre para su pueblo, el que puntualmente llegaría o se despertaría, para devorar los manjares, sin importarles cómo estos habían llegado a la mesa, a fin de cuentas, eso no les importaba, pronto volverían a sus espacios de intereses personales o de simple ocio. El tiempo continuó haciendo estragos en la bondadosa mujer.
Ninguno del pueblo desarrollo jamás aptitudes para la cocina, ni para conseguir los alimentos, ni escoger las mejores piezas de carnes, pescados o verduras; ninguno ¡jamás! se había convertido en su ayudante, o en el joven de los mandados. Así tampoco ninguno había sacado las cuentas para proveer los alimentos necesarios. El tiempo cumplió con su cometido y terminó por quitarle todas las fuerzas a esta esforzada mujer y así como se acabaron sus pasos, que arrastraba lastimosamente por la habitación, también desaparecieron los platos de la mesa.
Un día todos los comensales, como cualquier otro, parloteaban, discutían alrededor de aquella gran mesa; otros venían integrándose despejándose la modorra que les provocaba el haber despertado recién. Tras mucho conversar, la cocinera no apareció jamás por la puerta de la cocina con los platos que ellos estaban dispuestos a devorar. Quedaron en silencio, esperado una respuesta a los gritos con los que llamaban a la mujer, pero no obtuvieron respuesta. Uno de los pobladores de la mesa, se levantó y se dirigió, por primera vez en su vida, en dirección a la cocina. Su alarido aterrorizó a los comensales. La cocinera había muerto sin haber sido capaz de preparar la merienda.
Con pesar la arrastraron hasta la mesa; la recostaron sobre ella, la desnudaron y comenzaron a devorarla con avidez. Luego de saciada su hambre, comenzaron a mirarse unos a otros preguntándose quién sería ahora capaz de cocinar, comprar los víveres, seleccionarlos , ir por ellos y administrar los recursos para que estos no faltaran y la respuesta fue una condena: ¡NADIE! Nunca pensaron que ella algún día moriría y jamás se acercaron a conocer su labor, a ayudarla en tan noble cometido… alimentar a su familia. Todos creyeron siempre que esa era su obligación.
Se quedaron sentados allí lamentándose de tan torpe actuación. De vez en cuando más de uno azotaba su cabeza contra la mesa recriminándose de haber creído que sólo en los hombros de aquella mujer descansaba el bienestar del pueblo. Se quedaron sentados allí tanto tiempo, que uno a uno de aquel pueblo, fueron muriendo, acompañando los huesos putrefactos de aquella mujer que les había servido como el último alimento de sus vidas. Vidas vacías de conocimientos, de saber actuar, de competencia, de saber resolver, decidir, administrar, escoger, liderar… vidas parásitas que al caer el álamo,obligadamente murió el Quitral.
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