sábado, 19 de enero de 2013

FARAÓN




De cómo llegó a nuestras vidas Faraón se trata esta historia que nace hace miles de años en el antiguo, pero muy antiguo Egipto, donde sus gobernantes estaban muy cerca de la sabiduría y sus corazones se inclinaban hacia la bondad. Seti, hijo del faraón Nehput, era un jovenzuelo de apenas doce años, de extrema delgadez y de un carácter iracundo, maldiciente, rencoroso y cargado de dolor. La muerte de su madre al momento de nacer Seti, le generó un sentimiento de culpa y miedo que desarrollaron su personalidad desde el lado más oscuro de las emociones. No pudiendo trasladar esta ira a los humanos, dada la bondad de su padre, Seti descargaba todo su odio en los perros del reino. Solía castigar a estos y torturarlos hasta la muerte. Un día su padre lo mandó llamar a la cámara real. Con una tremenda dulzura en la voz le pidió perdón por no haber podido encaminar esas emociones negativas fuera de su alma. Le advirtió que todo ese odio y rencor que él estaba proyectando en esas inocentes criaturas le generarían un karma que mantendría suspendida su evolución por miles de años y que en cualquier momento, esa ira se volvería en su contra como balance natural del universo. Puso su mano sobre el hombre del pequeño y le besó con cariño en la frente: "me hubiese gustado estar más cerca de ti, pero ya has escogido tu camino y éste, finalmente, te alejará por mucho tiempo de mí. Estarás suspendido en el karma hasta que elijas al más pobre de los pobres, aquel que nace entre los que nada tienen y que se sostendrán sólo por la mano generosa de quienes los escogen; entre ellos estaré yo y volveré a ti sólo si decides por la generosidad del gesto no por darle placer al ego, sólo entonces me tendrás cerca otra vez". El odio del pequeño Seti no le permitió entender las palabras del sabio faraón y lo observó sin parpadear hasta que su padre abandonó el salón real. Dos años más tarde cuando Seti ya se alzaba en los 14, deambulando por el desierto fue atacado mortalmente por una jauría de perros salvajes. Se ensañaron tanto con él, como desquitándose por cada una de las vidas de sus hermanos que el jovenzuelo había arrebatado de este mundo. Casi fue imposible reconocerlo, sólo los restos de su vestimenta permitieron reconocer que se trataba del pequeño príncipe que acababa de quedar suspendido en ese karma que su padre le profetizara, sabiamente, hacía dos años. Y ahí, las arenas del tiempo, sellaron esta historia en las viejas tierras del antiguo Egipto.



Mi vida ha estado plagada de malas historias con los perros. Desde que era muy pequeñito, cuando tenía cerca de cuatro años, un can, al que quise acariciar, casi me arrancó la mano de un mordisco en la vieja plaza de Antofagasta. De ahí en adelante estos animales parecían olfatear mi pánico y me perseguían para morderme y casi siempre lo lograban y fui responsable por la muerte de varios de ellos también. Aún así, a pesar de toda esta historia de terror, cuando recuperé mi soltería (una vez más), se me instaló un deseo, un sueño en mi mente: tener mi departamento de soltero y un perro labrador como compañía, un estereotipo sacado de una teleserie de la época, como una estrategia para atraer mujeres cautivadas por el modelo. Mi terror por los canes, que solían atacarme, me impedía cumplir con ese sueño. Pasaron muchos años, tantos que ya ni me acordaba de ese sueño, de ese modelo. Mi vida de soltero terminó y no porque me hubiese vuelto a casar, mi hija maravillosa, decidió vivir con papá y tuvimos que agrandar el espacio, con ellos se esfumó el departamento de soltero y la vieja historia del labrador. Josefa ama a los animales y siempre me rogaba que la dejara tener un perrito. Yo me negaba no sólo por mi aversión a estos animales sino porque lo considero cruel, tener un perro en un departamento no es el escenario ideal para ellos. Hasta que un día, muy cerca del edificio, una vagabunda, una perra de la calle, de ojos lastimeros y de una profunda soledad, dio a luz tres cachorros, dos machos y una hembra; uno de los perritos no lo logró. En una de las visita que les hice, me quedé parado allí, junto a los cachorros y contemplé con cierta dulzura al macho sobreviviente; era gordo, cabezón, negro y con una mancha blanca en el pecho; lo que pasaría a continuación me sorprendió más a mí que al resto. Sin mediar ninguna acción lógica, sin justificación emocional, dije: "me llevaré al perrito, él necesita de un lugar ahora, una protección que estoy dispuesto a brindarle. No soy de tener mascotas, con suerte me hago cargo de mi, pero en este instante siento que el me necesita". Los ojos de alegría y la bella sonrisa de la chiquilla que se había propuesto proteger a la vagabunda y a sus cachorros, me hicieron sentir que estaba haciendo lo correcto. La cara de mi hija cuando le conté, me hizo sentir millonario. Así comenzó la espera. Debía dejar pasar un mes y medio para poder destetarlo y comenzar a criarlo en el departamento, brindándole toda la protección necesaria. Una noche cualquiera suena mi celular, era mi ex ofreciéndome un cachorro labrador; se me congeló el alma. Me mandó una foto para que lo conociera y la verdad que el sueño volvió, aquel del soltero acompañado por un labrador, volvió con toda la pasión a mi corazón, desplazando de él la imagen del callejero, del negrito aquel, el hijo de la vagabunda.



Suelo ir a trotar al cerro San Cristóbal, donde más de una vez fui mordido por los perros. Una mañana de sábado mientras subía, cai en una especie de trance después que uno de esos canes me asustara. Vi como ese animal y muchos más que comenzaron a aparecer detrás de los arbustos, se abalanzaban sobre mí y me atacaban ferozmente, despedazando, desgarrando mi piel y mi carne; claro que el escenario era distinto, era desierto, muy seco y muy intenso y a pesar de ello no sentía dolor alguno; todo se fue a negro y escuché una voz como un susurro que decía: "y volveré a ti si decides por la generosidad del gesto no por el placer de satisfacer el ego, sólo entonces me tendrás cerca otra vez". Volví en mi de un sobresalto, como si volviera a la tierra otra vez, con una claridad de conciencia que me permitió recordar toda mi existencia como Seti miles de años atrás; recordé al faraón y cómo le había extrañado en todo este tiempo al no tenerlo cerca de mis historias. bajé el cerro esa mañana con más certezas que nunca. El negrito, el callejero aquel, el hijo de la vagabunda se había instalado nuevamente en mi corazón, escogería aquel que nació entre los que nada tienen y que el labrador acompañaría a otro soltero en esta historia. ¡Al fin faraón había vuelto a mi! y yo había escalado un peldaño más en este largo camino de aprendizaje para el alma. Esa es la historia de cómo Faraón llegó a nuestras vidas para quedarse. El valor del gesto de ayudar al que más lo necesita es mayor que el valor de ayudarse sólo a sí mismo.



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