RELATOS
DE UNA ESCLAVA
“Del mismo modo que
hemos tenido un número ilimitado de vidas pasadas, tendremos una
cantidad finita de vidas futuras. Conocer lo que ya ha sucedido y lo
que va a suceder puede permitirnos determinar el futuro del mundo y
también nuestros propios futuros. Esto enlaza con el antiguo
concepto del karma: se cosecha lo que se siembra. Si plantamos
mejores semillas, si mejoramos los cultivos, si hacemos mejores
acciones, nos veremos recompensados en las recolecciones futuras.”
BRIAN
WEISS
Autor de Muchas
Vidas, muchos maestros
PROLOGO
La
joven Zenaida había logrado escabullirse silenciosamente de la
cuadra que servía de habitación para los esclavos en aquel fundo de
La Ligua
en los tiempos de la colonia.
La
habitación, era un desgreñado galpón de adobe pintarrajeado de
cal, con un techo de vigas sin forrar, cubierto de tejas rotas por
donde se colaba el frío y la lluvia en las noches de invierno,
entumeciendo las camas de paja de los 40 peones, adultos y jóvenes,
mujeres y hombres, que componían la servidumbre de aquellas tierras.
En el 1620 los esclavos de Indias que trabajaban en los campos del
Reino de Chile eran muy maltratados y explotados hasta la muerte…
Sobre todo en las tierras de Riofrío.
El
último esclavo
en regresar al dormitorio, muy entrada la noche, era Joaquín, un
mulato de 19 años que debía recorrer cientos de hectáreas cada
día para asegurarse que los cercos no hubiesen sido violados.
Aquella tarde le dijo a Zenaida que le esperara en la caballeriza de
la patrona, donde cada noche guardaba su cabalgadura, ella dio un
brinco de alegría. Hacía mucho que los verdes ojos del esclavo se
habían posado en ella y no dejaba de sonreírle mientras la miraba
dirigirse a la casa patronal, cada mañana. El color de sus ojos
había sido herencia del hermano del patrón de aquel fundo. En una
noche de juerga, envalentonado por el alcohol, este había entrado en
la cuadra y violó a su madre. El color de sus ojos lo condenó al
desamor materno. Su mirada escarlata revivía el dolor que se clavó
en el pecho de la esclava, cuando el patrón, mientras abusaba de
ella, ahogó a su pequeño de cuatro años poniendo su mano en la
boca para que no llorara. Joaquín creció solo, lejos de los brazos
y del amor de su madre.
Había
cabalgado sin apuro durante toda su vida, pero esa noche traía su
caballo al galope, quería sentir el amor entre sus brazos, Zenaida,
una belleza negra de 16 años, de muslos torneados
que al caminar entonaba una melodía perfecta entre sus caderas y sus
turgentes pechos que danzaban alegremente a su ritmo juvenil, le
había devuelto el sentido a su amargada existencia. Solo tendría
esa noche para amarla, pero eso, Joaquín no lo sabía. El amor sería
un momento fugaz en su vida y le sería arrancado por el odio de una
mujer.
Zenaida
se agachó sobresaltada cuando, a hurtadillas, pasaba por el corredor
que daba al salón principal de la estancia. Su ama discutía
violentamente con el cura del lugar, pero no logró escuchar lo que
decían. Estaba a su servicio desde pequeña, nació en cautiverio.
Fue una de las favorecidas, ya que pronto comenzarían a esterilizar
a los esclavos para evitar así que estos “animales”, como era la
creencia de le época, animales sin alma, se reprodujeran. Fue como
una muñeca de la más joven de aquella familia y luego su criada.
Estaba a todo momento a su lado y era capaz de adivinar sus
pensamientos y emociones. Siempre sabía lo que le ocurría, había
desarrollado un sentido especial para “leer” a su pequeña ama.
Se asomó con sumo cuidado al salón y nuevamente vio en el rostro de
su patrona esa mirada, mezcla de miedo y odio, como cuando ella tenía
tan solo 11 años y su amita, doña Catalina, de 13, corría,
envuelta en el temor, a esconderse en su cama de paja, la cama de su
pequeña esclava, estremeciéndose a causa del pánico. Continuó,
casi arrastrándose su camino al cobertizo, sin dejar de recordar
aquellas noches de terror y un mal presentimiento se le instaló en
el pecho como una garra, bien sabía ella lo que ese odio había
engendrado. La discusión al interior del salón se hizo cada vez más
violenta.
Joaquín
dejó la montura en el caballete y le colgó una bolsa de avena en la
cabeza a su cansado y sudado caballo. Se quitó la sucia camisa y su
torneado y moreno torso desnudo,
brilló a la luz de las lámparas de aceite, que desde el corredor,
se filtraba por las rendijas de la vieja construcción. Afuera la
noche estaba fría pero él ardía de pasión pensando en el momento
que le había tenido distraído durante toda la jornada. De pronto
escuchó el crujir de unas tablas y su pulso se aceleró. <Es
ella> pensó y vinieron a su mente todas aquellas noches cuando
regresaba al dormitorio y todos dormían. Él, al pasar cerca de la
cama de Zenaida, se quedaba parado por largos minutos observando su
belleza e imaginando cómo sería poseerla. Durante un año solo se
dedicó a mirarla, sin atreverse a acercarse ya que ella ni siquiera
le devolvía la mirada… hasta hace unos días. Cuando él pensó
que ella dormía y se instaló a los pies de su cama a admirarla,
ella le habló: <¿Qué miras?>, le había dicho sin siquiera
abrir los ojos, él se turbo y no supo qué responderle, se imaginó
que todas las noches había estado despierta y que siempre supo que
la espiaba, ese pensamiento lo avergonzó, <Bueno, dime ¿qué
miras?>, le repitió abriendo los ojos. Con el corazón queriendo
escapársele por la boca solo atinó a apretar la chupalla entre sus
manos y agachando la cabeza se retiró a descansar. Las camas de paja
de los esclavos se separaban de la de las mujeres por unos viejos
sacos harineros que colgaban de un cordel que atravesaba la estancia
de lado a lado. Él, esperaba en cama cada mañana hasta que Zenaida
se incorporara. Se deleitaba viendo su silueta recortada sobre
aquella muralla de tela mientras su imaginación tensaba cada músculo
de su cuerpo, pero aquella mañana se levantó antes que todos y
sintiéndose aun avergonzado por haber sido sorprendido la noche
anterior, salió rápidamente del lugar. Grata fue su sorpresa cuando
ella, al salir le dedicó una sonrisa y un saludo a la distancia,
Joaquín, por primera vez, esbozó una sonrisa y no dejó de
sonreírle ni de mirarla cada mañana mientras ella se dirigía a la
casa de la patrona. Sus recuerdos escaparon de prisa cuando el
silencio de la noche fue roto por un susurro.
-¿Jo?
¿Estás allí?- Era la voz de Zenaida a las puertas de la
caballeriza. El silencio se hizo cada vez más profundo y el canto de
los grillos enmudeció. -¿Jo?- Insistió la joven, hasta que se
entre abrió la portezuela y una mano le cogió la muñeca y la
atrajo hacia el interior. Comenzaron a besarse y acariciarse
apasionadamente. Ella deslizaba sus manos lentamente por el musculoso
torso del mulato que permanecía desnudo, mientras él,
frenéticamente, la despojaba de sus prendas. Primero la manta en la
que iba envuelta, luego la blusa que cedió y dejó al descubierto su
bellos pechos, los que él tantas veces imaginó danzando bajo las
telas al compás de sus caderas. En unos segundos sus cuerpos,
brillando por el sudor de la pasión, se entrelazaban sobre el heno
desparramado en el piso del lugar y se entregaron sin pudor a
satisfacer sus pasiones contenidas. Ella no era virgen. El padre de
su amita se había encargado de robarle sus sueños de infancia
cuando sólo tenía 11 años y ella había acudido a él, llorando, y
le había suplicado que dejara en paz a su patrona, su joven ama que
sufría los abusos de su propio padre, <¡Negra entrometida… ven
acá para castigarte!> , y un ardor punzante le partió el vientre
provocándole un dolor que estaba siendo sanado con esta noche de
amor. Estando así, extasiados de placer, perdidos en un afecto y
deseos sinceros, no escucharon los pasos furiosos que se acercaban
raudamente a la caballeriza. Los temores de Zenaida cuando vio la
mirada de su ama en el salón, pronto se harían realidad.
La
patrona, una mujer hoy de 18 años, de una belleza extraordinaria,
indomable, de una furiosa sensualidad que goteaba por cada uno de sus
cabellos, unos cabellos cobrizos lujuriosos, que colgaban de sus
hombros como invitando a las llamas del averno y que habían sido su
peor tortura en la vida. Desde muy pequeña sintió las miradas
libidinosas de todos los que la rodeaban, incluso las de su padre.
Muchas veces debió luchar por su honor con el afilado metal de una
navaja. Con el miedo y el dolor de tantos años agolpándose en sus
sienes, martillándole el cerebro, se detuvo en silencio, conteniendo
su respiración, escuchando el excitante concierto de placer que
provenía del interior de su caballeriza. Estuvo un largo rato,
mezclando sentimientos de pasión, odio y dolor, hasta que decidida
empujó las dos hojas del portón las que se abrieron con un gran
estrépito que hizo que los caballos dieran un salto casi tan
angustiante como los que dieron Joaquín y Zenaida. Ella se ocultó
tras un fardo de heno. El quedó desnudo sobre el piso a merced de la
patrona. Ella lo observó con lujuria por un instante y le ordenó
que preparara su montura. El intentó vestirse en vano, el grito de
aquella mujer fue tajante <¡Ahora!>. Cuando hubo acabado, su
ama le dio una orden que no alcanzó a comprender, <¡Tiéndete en
el piso!>, gritó. Al ver que el esclavo no le obedecía, levantó
la fusta y le dio un golpe en el rostro haciendo que este perdiera el
equilibrio cayendo de bruces a los pies del caballo. Este se
encabritó y azuzado por su ama, levantó sus patas delanteras y las
hundió en el cráneo del mulato una y otra vez, hasta arrancarle la
vida. Los ojos de Zenaida estaban fijos en los ojos de su ama. El
odio, el dolor y el miedo estaban amalgamados en su mirada, la misma
que tenía cuando mató a su padre hacía cdos años, la misma cuando
a los 13 corría a refugiarse en su cama escapando del dolor,
escapando del abuso de su progenitor. Zenaida vio esa mirada en el
salón cuando su ama discutía con el cura de la capilla del fundo,
sintió el temor, pero su pasión por Joaquín fue mayor. Ella, su
ama, corría ahora hacia las praderas, como queriendo escapar
nuevamente de su dolor. El cielo se encapotaba cada vez más. La
cabeza ensangrentada de Jo, su cuerpo inerte, yacían sobre los
bellos muslos de Zenaida que lo lloraba en silencio. Joaquín estaba
muerto. La lluvia se dejó caer torrencialmente. Un relámpago
iluminó el rostro de la jinete que cabalgaba presa de la angustia y
del dolor. Lanzó un grito desgarrador que se confundió con el
estallido de un rayo que fulminó la cruz de adobe de la pequeña
capilla del fundo destruyéndola totalmente. Cayó al suelo en tantos
fragmentos como había estallado el corazón de aquella dolida y
hermosa mujer tras su violenta discusión con el cura que ahora yacía
oculto bajo el altar tras la furiosa explosión.
Pasarían
cientos de años,
casi 4 siglos, para que ese miedo y ese dolor volvieran a despertar,
para sanar la historia y el alma de unas cuantas personas. Lo que nos
parece un milenio a veces es solo una fracción de segundo en la
intrincada maraña del universo. Uno no sabe cuándo podrá
levantarse y mirarse en el espejo una mañana y descubrir que
aquellos ojos fueron los ojos de uno otro en otro tiempo, espacio y
lugar.
¡¡Fuerte!! ya queremos mas, queremos mas, queremos mas....
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