lunes, 28 de enero de 2013

SE VIENE... LA NOVELA

RELATOS DE UNA ESCLAVA






Del mismo modo que hemos tenido un número ilimitado de vidas pasadas, tendremos una cantidad finita de vidas futuras. Conocer lo que ya ha sucedido y lo que va a suceder puede permitirnos determinar el futuro del mundo y también nuestros propios futuros. Esto enlaza con el antiguo concepto del karma: se cosecha lo que se siembra. Si plantamos mejores semillas, si mejoramos los cultivos, si hacemos mejores acciones, nos veremos recompensados en las recolecciones futuras.”

BRIAN WEISS
Autor de Muchas Vidas, muchos maestros



PROLOGO



La joven Zenaida había logrado escabullirse silenciosamente de la cuadra que servía de habitación para los esclavos en aquel fundo de La Ligua en los tiempos de la colonia.

La habitación, era un desgreñado galpón de adobe pintarrajeado de cal, con un techo de vigas sin forrar, cubierto de tejas rotas por donde se colaba el frío y la lluvia en las noches de invierno, entumeciendo las camas de paja de los 40 peones, adultos y jóvenes, mujeres y hombres, que componían la servidumbre de aquellas tierras. En el 1620 los esclavos de Indias que trabajaban en los campos del Reino de Chile eran muy maltratados y explotados hasta la muerte… Sobre todo en las tierras de Riofrío.

El último esclavo en regresar al dormitorio, muy entrada la noche, era Joaquín, un mulato de 19 años que debía recorrer cientos de hectáreas cada día para asegurarse que los cercos no hubiesen sido violados. Aquella tarde le dijo a Zenaida que le esperara en la caballeriza de la patrona, donde cada noche guardaba su cabalgadura, ella dio un brinco de alegría. Hacía mucho que los verdes ojos del esclavo se habían posado en ella y no dejaba de sonreírle mientras la miraba dirigirse a la casa patronal, cada mañana. El color de sus ojos había sido herencia del hermano del patrón de aquel fundo. En una noche de juerga, envalentonado por el alcohol, este había entrado en la cuadra y violó a su madre. El color de sus ojos lo condenó al desamor materno. Su mirada escarlata revivía el dolor que se clavó en el pecho de la esclava, cuando el patrón, mientras abusaba de ella, ahogó a su pequeño de cuatro años poniendo su mano en la boca para que no llorara. Joaquín creció solo, lejos de los brazos y del amor de su madre.

Había cabalgado sin apuro durante toda su vida, pero esa noche traía su caballo al galope, quería sentir el amor entre sus brazos, Zenaida, una belleza negra de 16 años, de muslos torneados que al caminar entonaba una melodía perfecta entre sus caderas y sus turgentes pechos que danzaban alegremente a su ritmo juvenil, le había devuelto el sentido a su amargada existencia. Solo tendría esa noche para amarla, pero eso, Joaquín no lo sabía. El amor sería un momento fugaz en su vida y le sería arrancado por el odio de una mujer.

Zenaida se agachó sobresaltada cuando, a hurtadillas, pasaba por el corredor que daba al salón principal de la estancia. Su ama discutía violentamente con el cura del lugar, pero no logró escuchar lo que decían. Estaba a su servicio desde pequeña, nació en cautiverio. Fue una de las favorecidas, ya que pronto comenzarían a esterilizar a los esclavos para evitar así que estos “animales”, como era la creencia de le época, animales sin alma, se reprodujeran. Fue como una muñeca de la más joven de aquella familia y luego su criada. Estaba a todo momento a su lado y era capaz de adivinar sus pensamientos y emociones. Siempre sabía lo que le ocurría, había desarrollado un sentido especial para “leer” a su pequeña ama. Se asomó con sumo cuidado al salón y nuevamente vio en el rostro de su patrona esa mirada, mezcla de miedo y odio, como cuando ella tenía tan solo 11 años y su amita, doña Catalina, de 13, corría, envuelta en el temor, a esconderse en su cama de paja, la cama de su pequeña esclava, estremeciéndose a causa del pánico. Continuó, casi arrastrándose su camino al cobertizo, sin dejar de recordar aquellas noches de terror y un mal presentimiento se le instaló en el pecho como una garra, bien sabía ella lo que ese odio había engendrado. La discusión al interior del salón se hizo cada vez más violenta.

Joaquín dejó la montura en el caballete y le colgó una bolsa de avena en la cabeza a su cansado y sudado caballo. Se quitó la sucia camisa y su torneado y moreno torso desnudo, brilló a la luz de las lámparas de aceite, que desde el corredor, se filtraba por las rendijas de la vieja construcción. Afuera la noche estaba fría pero él ardía de pasión pensando en el momento que le había tenido distraído durante toda la jornada. De pronto escuchó el crujir de unas tablas y su pulso se aceleró. <Es ella> pensó y vinieron a su mente todas aquellas noches cuando regresaba al dormitorio y todos dormían. Él, al pasar cerca de la cama de Zenaida, se quedaba parado por largos minutos observando su belleza e imaginando cómo sería poseerla. Durante un año solo se dedicó a mirarla, sin atreverse a acercarse ya que ella ni siquiera le devolvía la mirada… hasta hace unos días. Cuando él pensó que ella dormía y se instaló a los pies de su cama a admirarla, ella le habló: <¿Qué miras?>, le había dicho sin siquiera abrir los ojos, él se turbo y no supo qué responderle, se imaginó que todas las noches había estado despierta y que siempre supo que la espiaba, ese pensamiento lo avergonzó, <Bueno, dime ¿qué miras?>, le repitió abriendo los ojos. Con el corazón queriendo escapársele por la boca solo atinó a apretar la chupalla entre sus manos y agachando la cabeza se retiró a descansar. Las camas de paja de los esclavos se separaban de la de las mujeres por unos viejos sacos harineros que colgaban de un cordel que atravesaba la estancia de lado a lado. Él, esperaba en cama cada mañana hasta que Zenaida se incorporara. Se deleitaba viendo su silueta recortada sobre aquella muralla de tela mientras su imaginación tensaba cada músculo de su cuerpo, pero aquella mañana se levantó antes que todos y sintiéndose aun avergonzado por haber sido sorprendido la noche anterior, salió rápidamente del lugar. Grata fue su sorpresa cuando ella, al salir le dedicó una sonrisa y un saludo a la distancia, Joaquín, por primera vez, esbozó una sonrisa y no dejó de sonreírle ni de mirarla cada mañana mientras ella se dirigía a la casa de la patrona. Sus recuerdos escaparon de prisa cuando el silencio de la noche fue roto por un susurro.
-¿Jo? ¿Estás allí?- Era la voz de Zenaida a las puertas de la caballeriza. El silencio se hizo cada vez más profundo y el canto de los grillos enmudeció. -¿Jo?- Insistió la joven, hasta que se entre abrió la portezuela y una mano le cogió la muñeca y la atrajo hacia el interior. Comenzaron a besarse y acariciarse apasionadamente. Ella deslizaba sus manos lentamente por el musculoso torso del mulato que permanecía desnudo, mientras él, frenéticamente, la despojaba de sus prendas. Primero la manta en la que iba envuelta, luego la blusa que cedió y dejó al descubierto su bellos pechos, los que él tantas veces imaginó danzando bajo las telas al compás de sus caderas. En unos segundos sus cuerpos, brillando por el sudor de la pasión, se entrelazaban sobre el heno desparramado en el piso del lugar y se entregaron sin pudor a satisfacer sus pasiones contenidas. Ella no era virgen. El padre de su amita se había encargado de robarle sus sueños de infancia cuando sólo tenía 11 años y ella había acudido a él, llorando, y le había suplicado que dejara en paz a su patrona, su joven ama que sufría los abusos de su propio padre, <¡Negra entrometida… ven acá para castigarte!> , y un ardor punzante le partió el vientre provocándole un dolor que estaba siendo sanado con esta noche de amor. Estando así, extasiados de placer, perdidos en un afecto y deseos sinceros, no escucharon los pasos furiosos que se acercaban raudamente a la caballeriza. Los temores de Zenaida cuando vio la mirada de su ama en el salón, pronto se harían realidad.



La patrona, una mujer hoy de 18 años, de una belleza extraordinaria, indomable, de una furiosa sensualidad que goteaba por cada uno de sus cabellos, unos cabellos cobrizos lujuriosos, que colgaban de sus hombros como invitando a las llamas del averno y que habían sido su peor tortura en la vida. Desde muy pequeña sintió las miradas libidinosas de todos los que la rodeaban, incluso las de su padre. Muchas veces debió luchar por su honor con el afilado metal de una navaja. Con el miedo y el dolor de tantos años agolpándose en sus sienes, martillándole el cerebro, se detuvo en silencio, conteniendo su respiración, escuchando el excitante concierto de placer que provenía del interior de su caballeriza. Estuvo un largo rato, mezclando sentimientos de pasión, odio y dolor, hasta que decidida empujó las dos hojas del portón las que se abrieron con un gran estrépito que hizo que los caballos dieran un salto casi tan angustiante como los que dieron Joaquín y Zenaida. Ella se ocultó tras un fardo de heno. El quedó desnudo sobre el piso a merced de la patrona. Ella lo observó con lujuria por un instante y le ordenó que preparara su montura. El intentó vestirse en vano, el grito de aquella mujer fue tajante <¡Ahora!>. Cuando hubo acabado, su ama le dio una orden que no alcanzó a comprender, <¡Tiéndete en el piso!>, gritó. Al ver que el esclavo no le obedecía, levantó la fusta y le dio un golpe en el rostro haciendo que este perdiera el equilibrio cayendo de bruces a los pies del caballo. Este se encabritó y azuzado por su ama, levantó sus patas delanteras y las hundió en el cráneo del mulato una y otra vez, hasta arrancarle la vida. Los ojos de Zenaida estaban fijos en los ojos de su ama. El odio, el dolor y el miedo estaban amalgamados en su mirada, la misma que tenía cuando mató a su padre hacía cdos años, la misma cuando a los 13 corría a refugiarse en su cama escapando del dolor, escapando del abuso de su progenitor. Zenaida vio esa mirada en el salón cuando su ama discutía con el cura de la capilla del fundo, sintió el temor, pero su pasión por Joaquín fue mayor. Ella, su ama, corría ahora hacia las praderas, como queriendo escapar nuevamente de su dolor. El cielo se encapotaba cada vez más. La cabeza ensangrentada de Jo, su cuerpo inerte, yacían sobre los bellos muslos de Zenaida que lo lloraba en silencio. Joaquín estaba muerto. La lluvia se dejó caer torrencialmente. Un relámpago iluminó el rostro de la jinete que cabalgaba presa de la angustia y del dolor. Lanzó un grito desgarrador que se confundió con el estallido de un rayo que fulminó la cruz de adobe de la pequeña capilla del fundo destruyéndola totalmente. Cayó al suelo en tantos fragmentos como había estallado el corazón de aquella dolida y hermosa mujer tras su violenta discusión con el cura que ahora yacía oculto bajo el altar tras la furiosa explosión. 

 

Pasarían cientos de años, casi 4 siglos, para que ese miedo y ese dolor volvieran a despertar, para sanar la historia y el alma de unas cuantas personas. Lo que nos parece un milenio a veces es solo una fracción de segundo en la intrincada maraña del universo. Uno no sabe cuándo podrá levantarse y mirarse en el espejo una mañana y descubrir que aquellos ojos fueron los ojos de uno otro en otro tiempo, espacio y lugar.

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