Era una noche fría y tormentosa la de aquel invierno en que Claudia dio a luz a Marco, su hijo, su único hijo. Hoy, doce años después, parada en el umbral del dormitorio del niño, lo observaba dormir plácidamente ¿Cuántos pesares más les depararía el destino? Ella no lo sabía, porque ya creía haberlos vivido todos. Decidió llamarlo Marco por unas horribles marcas de nacimiento que presentó en distintas partes de su cuerpo. Pensaba que aquella tormenta que cayó sobre su pueblo natal, y que hizo enmudecer sus gritos desgarradores que anunciaban al mundo la llegada de su bebé, era el presagio de que su vida ya no volvería a ser la misma y no se equivocó. Sólo dos meses después del parto tuvo que salir casi huyendo de aquel pequeño caserío de familias beatas que no podían soportar entre sus hijas a una madre soltera, menos a una a quien no se le había conocido novio alguno. Estaba cansada. Doce años en los que había tenido que conquistar la capital y con mucho esfuerzo, trabajo y sacrificio, sacar sus estudios profesionales adelante, y, al mismo tiempo, cuidar de Marquito y apoyarlo ante el constante bullying de sus compañeros de escuela, que lo menospreciaban llamándole “el niño de las marcas”. Estaba cansada, pero no triste; su hijo era un niño amoroso, dulce, que hacía que todo en la tierra le pareciera como un edén y que por tenerlo a él, volvería a pasar por lo mismo. Por aquella paz que la invadía cuando su niño la miraba, volvería a vivir todas las humillaciones que le hicieron pasar trabajando de empleada puertas adentro y con un recién nacido; patrones libidinosos que intentaron abusar físicamente de ella; las agotadoras jornadas que asumió cuando Marquito ya pudo entrar a un jardín infantil, trabajando de día, corriendo a dejar a su hijo con una amiga para que se lo cuidara mientras ella estudiaba una carrera técnica en un instituto vespertino, con profesores que no les importaba su situación y le exigían rendimiento, lo que la llevó a convertirse en técnico profesional en informática, y luego de dos años de más de sacrificio, en ingeniera. Lo viviría todo de nuevo sólo por estar junto a él. Mientras lo observaba con esa dulzura en la mirada que sólo las madres tienen, pensaba que de alguna manera fue aquella tormenta, de hace doce años, la que le dio la fuerza para ir hacia adelante. Cada vez que se enfrentaba a una encrucijada, cada vez que la vida se la ponía difícil, y se la puso muchas veces, recordaba el ruido ensordecedor de los truenos y en la cegante luz de sus relámpagos y sentía una fuerza poderosa que la empujaba hacia adelante y que no le permitía decaer. Dejó la puerta entrecerrada, como cada noche, y caminó absorta en sus pensamientos hacia su habitación. Claudia era una típica mujer sureña. Hija única de padres agricultores de la zona de Purén en la novena región. Pasó sus veranos recorriendo la cordillera de Nahuelbuta y los trigales que parecían perderse en la distancia. Esos campos amarillos y esos cerros llenos de verde y de vida, marcaron tanto su infancia como su adolescencia. El sacrificio lo conoció desde pequeña ya que sus padres decidieron que estudiara en Angol, la capital de la provincia. Pasaba gran parte del tiempo en el internado. Todos, quienes la conocían, tenían de Claudia una buena impresión. Siempre fue la mejor alumna de su curso y era reconocida por su amor al prójimo y sus labores sociales en pos de los más desposeídos. Tal vez por eso fue tan castigada cuando anunció su embarazo y mantuvo siempre en secreto el nombre de quién la pusiera en ese “estado de desgracia” como decían los cercanos a su madre, doña Berta. Su parte intelectual despertaba envidia y admiración en sus compañeros de estudios, su capacidad para la matemática dejaba asombrado hasta a sus propios maestros. Llegó a su habitación esa noche perdida en los amarillos trigales y los distintos tonos de verdes de Nahuelbuta, no quería pensar ni en el trabajo ni en su ocupada agenda del día siguiente. Hoy, esta joven se había convertido en una de las más eficientes ejecutivas informáticas de una empresa española que operaba también en Chile. En tan sólo un año había escalado a las posiciones más elevadas dentro de la firma y era candidata a ocupar una de las gerencias más importantes en el área de negocios, para lo que había mostrado una habilidad sin precedentes. Sin ser muy alta, un metro 67 de estatura, lograba que su belleza sureña destacara entre las mujeres de su oficina. Siempre que transitaba por los diferentes pisos del edificio que ocupaba su empresa, las miradas la acompañaban en su sinuoso caminar. Sus pómulos levantados y una sonrisa enmarcada en unos labios generosos, que dejaban a todos deslumbrados por esa dentadura perfecta y brillante, sin duda la pusieron de candidata a ser objeto de “persecución” de los compañeros de trabajo. Ella estaba entre los “objetivos” prioritarios de muchos de ellos, sin embargo, estaba decidida a mantenerse sola. No quería someter a su hijo a ningún tipo de inestabilidad emocional. Creía que su misión al venir a este mundo, era tener y criar a este hijo, a Marquito, quien muy pronto desataría en sus vidas, aquella tormenta que ha acompañado a Claudia desde su nacimiento, sólo que esta vez sufrirán las consecuencias. Con solo apoyar la cabeza en la almohada cayó en un profundo sueño. Era una noche primaveral más calurosa de lo normal aquel sábado 22 de noviembre de 2014. Faltaba aún para el periodo estival, pero las altas presiones de aquellos días no habían permitido a los termómetros bajar de los 30 grados. Las ventanas de su dormitorio daban hacia el interior de su edificio por lo que el ruido no era un problema. El condominio era habitado por gente mayor en su generalidad, por lo que no se escuchaba mucho griterío infantil. Esa noche decidió dejarlas abiertas, al igual que la puerta de su dormitorio, la que, normalmente, cerraba. La madrugada avanzaba tranquila aquella noche. Las calles parecían más silentes de lo normal. Menos bulla, si hasta los perros habían dejado de ladrar. Este pedacito de tierra, que era su mundo, parecía haberse detenido en el tiempo, parecía haber perdido hasta la gravedad. En un momento de esa silenciosa y calurosa madrugada, ella creyó estar soñando cuando una luz azulina intensa, fosforescente, comenzó a invadir su habitación. Aterrada, se empezó a sentar en la cama creyendo que aún estaba dormida y que esto era sólo un mal sueño. Fue en ese momento en que dio un salto que la hizo estremecerse contra el respaldo de su cama; en medio de la luz azulina flotaba Marquito con sus brazos extendidos y la cabeza colgando sobre su pecho. La imagen frente a sus ojos ocurría en cámara lenta y ella no atinaba a hacer algo para despertar de aquel trance angustioso. Comenzó a sacudir su cabeza pensando que así haría desaparecer aquella dramática escena de su vista. El viento que se colaba por la ventana era cada vez más intenso, haciendo que las cortinas se elevaran hasta el techo. Ella abandonó la cama y se dirigió hacia la luz que mantenía flotando a su hijo en el umbral de su puerta. Cuando lo tocó, entendió que todo era real, entonces Marquito cayó en sus brazos, desplomándose.
-Nunca entendieron el mensaje... miles de años y nunca entendieron el mesaje- Alcanzó a decir el joven muchacho mientras se desplomaba en los brazos de su madre, la que se comenzó a alterar como nunca antes en su vida, al ver que de las marcas que lo acompañaban desde su nacimiento, comenzaba a brotar sangre. Definitivamente la tormenta, había iniciado.
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