martes, 20 de diciembre de 2016

El ser humano es emoción.



Un adulto que no conoce su mundo emocional, desde donde toma todas sus decisiones, desde donde realiza todo el aprendizaje de su vida, vive eternamente en una prisión y condenará a toda su descendencia a ser prisioneros de una racionalidad que nos ha sumergido en el caos por los siglos de los siglos.


Toda reacción o conducta, responde a un estímulo interno o externo que activa, negativa o positivamente una emoción, a través de lo que hemos pensado, lo que termina convirtiéndose en en sentimiento que es el que genera, finalmente el impulso de la acción, el movimiento, ya sea positivo o negativo que mostramos al mundo: la punta del iceberg, la conducta.


¿Cuándo desarrollamos este "mecanismo emocional" con el que conduciremos nuestra vida, nuestras relaciones, nuestros éxitos y fracasos? En los primeros años de infancia, el Ello, el Yo y el Súper Yo.

Los padres nos preocupamos, cuando son bebés, de que estén alimentados, abrigados y sanitos y no prestamos atención a que sus berrinches, sus cambios permanentes de humor, su etapa de los golpes, tienen que ver con el desarrollo emocional, ¿y qué hacemos? Buscamos formas de castigo, algunos más brutales que otros, pero siempre con un grado de brutalidad, porque para nosotros el mundo emocional de la dimensión humana tampoco existe (o no la conocemos), y nos provoca incomodidad, de allí la frase recurrente: "no llores, no tienes por qué llorar".


Hay que saber reconocer qué estímulos internos y externos movilizan nuestras emociones, para que nuestra conducta sea una respuesta consciente, una respuesta adulta.


A veces me resulta vergonzoso descubrirme a mis años respondiendo como un niño taimado.


En esto consiste la iluminación, dice Alejandro Jorodovsky, en encender la luz en la habitación donde yace mi niño taimado.



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